Para F.H., un puente
derribado en 2010
Si
los amigos son la familia que escogemos, sin duda lo hacemos a ciegas,
orientados por esa brújula emocional que nos hace ver cosas que a la larga se
transforman en espejismos. Entre dos identidades se teje una relación que, a
veces, parece insostenible pero mantiene el equilibrio a pesar de su estado
coloidal. Podríamos derribarlo pues un puente no se sostiene de un solo lado,
diría Oliveira. Nos empeñamos en mantener su entereza. Ergo, nos frustramos. El
edificio de la amistad está construido sobre arenas movedizas. Lo mismo sucede
con las amistades. Nada más frágil que la fraternidad elegida, nada más endeble
que la amistad.
Lo
insostenible de las relaciones yace en aquellos puntos que ceden a la fuerza
absorbente de la arena movediza. El mal humor, el malentendido, una borrachera
insoportable, una influencia extranjera, el consejo del psicólogo, la
distancia: cosas pequeñas que se interponen ¡y vaya que saben hacerlo!
Así,
por culpa de cualquier cosa, lo que hacia ver una amistad de cimientos sólidos,
de pronto se deja vencer en algunos puntos: impaciencia, intolerancia,
silencio, heridas no cicatrizadas, recuerdos lastimeros. Todo lo ruin y lo
indeseable humedece la estructura: la vuelve suave, floja, débil y, de pronto,
se derrumba.
No
se trata de un derrumbe cualquiera aunque nos deja atónitos. Muchos desplomes
de construcciones sólidas tienen explicación: que si el temblor o el clima, que
si la renovación urbana, que si la excavación profunda. En el aspecto amistoso,
el desprendimiento no es previsible, no tomamos en serio las señales –cuando
las hay-, nos engañamos con un ‘no pasa nada’ y dejamos que la relación se
diluya. Si sentimos algo, una corazonada de que nada será lo mismo, hacemos que
la idea pase de largo y no eche raíces en nuestros corazones con tal de no
propiciar la caída. Quizá sea la mejor opción a costa de no anticipar el sabor
de aquella sustancia ponzoñosa que en breve se torna placentera.
Simplemente,
no estamos preparados para que se acabe. Renunciamos al final justo cuando nos
toma por sorpresa. Sin aliento, quietos por el asombro, nos preguntamos: ¿Qué
fue lo que pasó? Nos quedamos sin respiración porque el puente se ha derrumbado
y no hay forma de llegar al otro lado. Nuestro amigo apagó la luz, tomó sus
cosas y se fue sin avisar. Ha retirado embajada, quizá debido a un impulso. El
silencio se apodera del espacio insalvable entre los dos. La duda queda. La
duda y la tristeza se nos vuelven familiares y tememos que nunca nos abandonen.
Creo que lo que dices es cierto, pero preferiría no creerlo
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